La verdad oculta en una fiesta swinger que pocos se atreven a contar

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La verdad oculta en una fiesta swinger que pocos se atreven a contar ¿Puede una fiesta swinger cambiarlo todo en una sola noche?

Es una noche de enero en la ciudad y el calor se pega como un animal invisible sobre la piel. Fiesta swinger. La palabra se instala en mi cabeza como un insecto zumbando en una habitación oscura. No la busqué. No la soñé. Me cayó encima como cae un vaso al suelo: rápido, ruidoso y sin posibilidad de recomponerlo.

Hace tiempo que uno aprende que la vida no es más que una sucesión de chapuzas encadenadas: naces, te cuidan a medias, estudias lo que no quieres, trabajas en lo que te da asco y, antes de que lo notes, ya estás esperando que alguien recuerde tu nombre. Entre tanto, te aferras a cualquier chispazo que parezca iluminar, aunque sea una conversación absurda o una noche buena entre diez malas. Esta vez, mi chispa era un hallazgo que me quemaba en la lengua: la prueba de que Alex, mi pareja, buscaba fiestas de intercambio.

Lo vi en su propio ordenador, como si quisiera que lo descubriera. No lloré. No grité. No fui mártir. Preferí quedarme quieta, observando, como quien escucha un ruido extraño y espera que se repita. Porque hay momentos en los que uno necesita medir la podredumbre antes de decidir si hunde o salva el barco.

Un perfil falso y una trampa sin huida

Abrí una cuenta en el mismo sitio que él visitaba. Sin fotos. Sin datos reales. Un disfraz digital perfecto para la cacería. El reglamento era claro: para entrar en una fiesta swinger había que ir en pareja. Si Alex ya había ido… ¿con quién? El pensamiento me taladraba las sienes.

Entonces llamé a Pablo, mi ex. Un hombre que olía a cigarro y madera, que me conocía demasiado y que también me había engañado en su momento. Un caballero de barrio con manos de mecánico y ego de emperador. Me dijo que sí sin preguntar. Me bastó leer “¿A qué hora paso por ti?” para imaginarlo con la chaqueta recién planchada y una sonrisa autosuficiente.

El sitio me dio dos opciones: fiesta swinger clásica o BDSM. Dudé. El cuero y las cadenas no me intimidan, pero la intuición me dijo que Alex preferiría lo más convencional. Así que ahí apunté la flecha.

Toda esa semana, Alex se comportó como un novio de manual: cocinaba, masajeaba, me miraba con ternura. Me daban ganas de vomitar. Y entonces, la guinda: anunció que el sábado iría a una reunión con amigos y volvería tarde. Perfecto. El escenario estaba listo.

«A veces la mejor venganza es que te miren cuando no deberían.»


El vestuario como declaración de guerra

Me puse un vestido negro con un escote que caía como un susurro hasta la espalda, encaje insinuado en la frontera de los muslos. Pablo llegó puntual, oliendo a pasado. No hablamos mucho. Los dos sabíamos que íbamos a una función donde no había guion, pero sí protagonistas designados.

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La dirección nos llevó a una casona de fachada discreta. Dentro, luz roja tenue, olor a vino caro y algo más… un calor que no venía del verano. Parejas caminaban despacio, conversaban al oído o se tocaban sin pudor. Nos ofrecieron máscaras. La mía, negra con dorado; la de Pablo, sobria, media cara cubierta. Y yo, con la mirada en modo cazador, buscándolo.

Lo encontré. Camisa blanca de lino, sonrisa relajada, y de la mano de una mujer alta de labios rojos como advertencia. Sin máscara. Cómodo. Feliz. Y yo, congelada por un segundo.

Pablo me susurró: “¿Qué hacemos ahora?”
Yo ya lo sabía.


La sala donde el aire se cortaba con los dedos

Entramos en una estancia donde el ambiente vibraba. Latigazos suaves, cuerpos atados con elegancia, caricias que parecían poesía escrita en piel. Una mujer llamada Isadora nos recibió con vino y advertencias amables: nada era obligatorio, todo podía ser observado. Pero yo no estaba ahí para observar.

Vi a Alex recostado en un diván, dejándose desvestir por su acompañante. Me miró, y aunque la máscara me protegía, su mirada empezó a sospechar. Así que tomé la mano de Pablo y lo monté como quien se adueña del escenario. No lo besaba por él. Lo hacía por mí. Por Alex. Para que viera. Para que le ardiera.

Y le ardió. Lo vi cuando dejó a su acompañante y caminó hacia nosotros, ceño fruncido, respiración acelerada. Me llamó por mi nombre. Yo sonreí y le dije: “Lo mismo que tú.”

Me senté entre ambos. Pablo a la derecha, Alex a la izquierda. Una mano en cada muslo. Y entonces, el triángulo se cerró.


El centro exacto del caos

No describiré cada gesto porque los recuerdo demasiado bien. Las manos eran mapas que conocían mi geografía. Las bocas, dos maneras distintas de reclamar un territorio que nunca fue suyo. Las miradas, cuchillos y bálsamos al mismo tiempo.

Yo no me sentía traicionada ni culpable. Me sentía en el centro de un círculo de deseo, rabia y memoria. Ellos no se tocaban entre sí, pero coincidían sobre mí. Era una guerra muda, librada con la piel como campo de batalla.

«A veces el perdón no llega por palabras, sino por el roce de las manos.»

No sé si Alex se quedó o se fue después. No sé si Pablo pensó en lo que había sido nuestro pasado. Lo que sé es que esa noche, entre dos cuerpos que alguna vez me amaron y me hirieron, me encontré. No como antes. No como víctima. Sino como dueña de un momento irrepetible.


Lo que queda después de una noche así

Cuando todo terminó, el sudor se secaba en silencio. Alex me tomó la mano. Pablo miraba el techo. Yo cerré los ojos. Y no pensé en nada más. Ni en la venganza, ni en el engaño, ni siquiera en el futuro. Porque a veces, lo único que queda es la certeza de haber vivido una escena que nadie podrá entender del todo.


«La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.» (Proverbio tradicional)


Ahora la pregunta no es si una fiesta swinger puede cambiar una relación. La verdadera pregunta es si, después de mirarte en ese espejo, puedes seguir siendo la misma persona que entró por la puerta.

El lado oculto y la historia de las fiestas swinger

El término fiesta swinger se remonta a mediados del siglo XX, aunque la práctica de intercambiar parejas es mucho más antigua. En los años cincuenta, en Estados Unidos, se popularizó entre ciertos círculos militares y comunidades cerradas, bajo un pacto tácito de discreción y complicidad. Se les llamaba “key parties” porque las llaves de los autos se dejaban en un bol, y cada participante elegía al azar con quién irse al final de la noche.

En Europa, especialmente en Francia y los Países Bajos, los clubes privados empezaron a proliferar en los setenta, inspirados por la liberación sexual de la época. La diferencia entre entonces y ahora es que, gracias a internet, la organización de este tipo de eventos se ha globalizado y democratizado: cualquiera con curiosidad y cierta audacia puede encontrar un club o fiesta swinger en su ciudad.

Pero, aunque el imaginario popular los relacione con desenfreno sin reglas, la mayoría de estos encuentros funcionan bajo un código de respeto férreo: no es no, todo debe ser consensuado y nadie está obligado a participar en lo que no desea. Es, paradójicamente, un espacio donde las reglas se cumplen con más rigor que en muchas relaciones “normales”.

Lo que nadie te cuenta es que una fiesta swinger no siempre trata solo de sexo. Es también un espejo incómodo. A veces refleja las grietas de una relación, otras muestra deseos que jamás se habían dicho en voz alta. Y en algunos casos, como el mío, se convierte en un escenario donde las emociones más primitivas se mezclan con la estrategia, el deseo con la venganza.


«No hay placer más intenso que el que se vive con plena conciencia de estar cruzando un límite.»

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