¿Sueñan los SWINGERS AÑOS 60 con algoritmos del deseo?

¿Sueñan los SWINGERS AÑOS 60 con algoritmos del deseo? El metaverso no ha matado a los SWINGERS AÑOS 60

SWINGERS AÑOS 60. Solo pronunciar esas palabras me deja un regusto a whisky barato, alfombras sintéticas y lámparas de pie que arrojan una luz amarillenta sobre parejas perfectamente peinadas que intercambian miradas cargadas de secreto. Ah, los años sesenta, ese escenario donde el futuro parecía un decorado de “Los Supersónicos” pero la moral seguía anclada en los años cincuenta. El swinging no nació en un laboratorio, no salió de un tratado sociológico, no señor: nació en suburbios donde las cortinas cerradas ocultaban tanto como dejaban intuir.

Hace tiempo, cuando escuché por primera vez hablar de esas fiestas de llaves, lo hice con la fascinación de un niño husmeando en el armario de sus padres. No entendía del todo lo que pasaba allí dentro, pero sabía que había algo prohibido, algo poderoso, algo que podía hacer tambalearse los cimientos de las cenas familiares y los contratos matrimoniales. Me gusta pensar que esos primeros SWINGERS AÑOS 60 eran como alquimistas de la emoción: tomaban los materiales más anodinos —un cóctel, una conversación inocente, una llave arrojada en un cuenco— y los convertían en oro puro, en deseo destilado.

Pero también, si lo miramos bien, había algo de tragicómico. Imaginen esas reuniones: hombres en camisas de estampados chillones, mujeres con peinados imposibles, todos jugando a la liberación mientras un vinilo de Burt Bacharach giraba al fondo. No eran profetas del placer: eran humanos, demasiado humanos, atrapados entre la expectativa y la transgresión, el deseo y la culpa.

“La pareja retrofuturista no busca adrenalina, busca conexión.” Esa frase me sigue rondando la cabeza mientras pienso en lo que hemos hecho con ese legado. Hoy, claro, tenemos sensores biométricos, aplicaciones, algoritmos que analizan desde tus palabras hasta tu sudoración. Pero también tenemos los mismos nervios, la misma incertidumbre, el mismo deseo de escapar al tedio. ¿Cómo no iba a sobrevivir el espíritu swinger si lo que nos mueve no ha cambiado? Cambian los escenarios, los códigos, los gadgets, pero la escena sigue ahí: dos miradas que se cruzan, dos cuerpos que dudan antes de entregarse, dos corazones que quieren, sobre todo, sentirse vivos.

Visité hace poco un club de estética retrofuturista en Madrid —sí, de esos con sofás de terciopelo rojo y bolas de espejos que parecen salidos de un delirio de Kubrick— y no pude evitar preguntarme si estábamos reviviendo el pasado o anticipando el futuro. El lugar olía a perfume caro y a un leve aroma sintético, como si el aire acondicionado quisiera recordarte que estabas en el siglo XXI. Había parejas que jugaban a ser otras, a explorar límites, pero también había algo profundamente nostálgico en todo eso. Como si, más allá del sexo, estuviéramos buscando un ancla emocional, una manera de volver a creer en algo auténtico.

“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)

Y entonces llegó la pregunta incómoda: ¿qué pasa cuando dejamos que las máquinas entren en este juego? No me refiero solo a los juguetes sexuales hiperconectados, sino a los algoritmos que, dicen, pueden predecir tus fantasías mejor que tú mismo. Apps como Flamme ya intentan mapear nuestras emociones, sensores que detectan nuestras microexpresiones, dispositivos como Sensera que personalizan experiencias sexuales usando IA… ¿Nos estamos acercando a un futuro donde ni siquiera tendremos que desear, porque las máquinas desearán por nosotros?

Pero también —ah, siempre ese “pero también”— hay algo profundamente humano que se resiste. Por muy avanzadas que sean las tecnologías del deseo, nunca podrán replicar el temblor genuino de una duda, el misterio de una noche que puede ir mal o maravillosamente bien. La imperfección, el riesgo, la posibilidad del fracaso: eso es lo que nos mantiene enganchados, no la eficiencia ni la optimización.

“El que tiene un porqué, encuentra siempre el cómo.” (Nietzsche)

Hace poco, un amigo psicólogo me decía entre risas: “El cerebro es un campo de batalla entre lo que creemos que queremos y lo que realmente disfrutamos.” Y tiene razón. Kent Berridge ya lo demostró: desear no es lo mismo que obtener placer. Podemos obsesionarnos con algo que, llegado el momento, nos deja fríos. Y, sin embargo, lo seguimos persiguiendo. Porque no buscamos solo el placer: buscamos el juego, la posibilidad, la aventura. Eso era el swinging en los sesenta y eso sigue siendo ahora, aunque lo vistamos con neones y avatares digitales.

Me sorprende descubrir que las infecciones de transmisión sexual entre mayores de 60 años se han triplicado en la última década. ¿Qué nos dice eso? Que el deseo no envejece, que el cuerpo sigue buscando maneras de sentirse vivo incluso cuando el calendario marca otra cosa. Viagra, apps, códigos compartidos… Todo un renacimiento de pasiones que desafía los estereotipos sobre la vejez y nos recuerda que, al final, nadie quiere marcharse de este mundo sin haber jugado unas cuantas partidas más.

El deseo es el mejor algoritmo

Podemos rodearnos de sensores, algoritmos, inteligencias artificiales. Podemos mapear cada microexpresión, cada patrón de sudor, cada latido del corazón. Pero al final del día, cuando apagamos la luz y quedamos a solas con nosotros mismos, lo que realmente cuenta es lo que no se puede predecir: el temblor de una primera vez, el vértigo de una mirada que nos desarma, el misterio de una noche que podría cambiarlo todo.

“El deseo humano siempre ha sido un misterio que se escapa a las fórmulas.” Y bendito sea. Porque si alguna vez encontramos un algoritmo perfecto que nos diga a quién amar, cómo desear, cuándo sentir… habremos perdido no solo la incertidumbre, sino también la humanidad que nos hace únicos.

Así que la próxima vez que alguien me hable del futuro del placer, de los clubes metaversales, de los robots sexuales personalizados, yo sonreiré y pensaré en aquellos suburbios de los sesenta. Casas idénticas, cortinas corridas, un cuenco lleno de llaves… y un puñado de humanos intentando, torpemente, encontrar un poco de libertad, un poco de amor, un poco de sí mismos.

¿Y tú? ¿Crees que la tecnología nos está ayudando a conectarnos mejor… o estamos dejando que nos robe lo único que nos hacía verdaderamente humanos?

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Origen: SWINGERS AÑOS 60 En La Era Del Metaverso – ALTERNATIVAS NEWS

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