La autodecepción es el juego más peligroso del deseo

La autodecepción es el juego más peligroso del deseo ¿Puede la autodecepción convertirse en la droga más dulce?

«La autodecepción no te mata… te acaricia hasta que pides más.»

¿Y si el mayor peligro no es mentirse a uno mismo, sino descubrir que el veneno sabe mejor que cualquier verdad?

Es de noche, pero no una noche cualquiera. Es esa hora sin dueño en la que la ciudad parece contener la respiración, donde la luz de las farolas crea manchas de oro sobre el asfalto mojado y el silencio se rompe con un susurro que nunca llega a convertirse en palabra. La autodecepción flota en el aire, como si fuera la humedad misma, pegándose a la piel y dejando una sensación que no se quita con agua.

Lo fascinante de la autodecepción es que no llega como un ladrón que irrumpe, sino como un huésped invitado. Llama a la puerta con guantes blancos, se sienta a la mesa y te convence de que siempre estuvo allí. Se instala en los pliegues más privados de tu conciencia, y cuando te das cuenta, eres tú mismo quien le sirve el vino. Según el psicólogo social Dan Ariely, el autoengaño es un mecanismo tan sofisticado que puede servir tanto para sobrevivir como para hundirnos.

Me he encontrado con ella en las historias que la gente susurra cuando cree que nadie las va a juzgar. Como aquella mujer que me dijo, con la calma de quien recita un poema aprendido de memoria: “Es tu lado oscuro el que más amo”. No hablaba de un capricho, sino de una devoción. Un amor que no se alimenta de virtudes, sino de grietas.

En su mundo interior, la oscuridad no es algo que deba corregirse, sino un jardín secreto donde solo entran los que saben perderse. Ella no quería luz. Quería que su monstruo saliera a tomar el aire, que la mirara de frente y la tomara como si fuera una pieza de caza que él mismo había marcado.

La escena se desplegó como una obra de teatro invisible.
“Si pudiera conseguir que me mataras como yo quisiera…” —decía— “…te imaginaría siguiéndome. Esperaría el momento en que saliera a correr, sola, o en bicicleta, y tú, con un arma mínima, un dardo apenas perceptible. Me caerías encima como el polvo que nadie ve hasta que le da el sol. Y entonces me recogerías.”

Él no vaciló. Respondió con una imagen que mezclaba hambre y ternura: “Te llevaré a mi cueva y te comeré como melón de verano sobre una cama que tiembla. Rojo. Rojo. Rojo.”

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Esa palabra repetida no era casual. En la historia de la pintura, el rojo ha sido siempre el color del deseo y de la sangre, de la pasión y del crimen. Desde los frescos romanos de Pompeya hasta las capas de los cardenales, siempre ha anunciado algo que no se puede ignorar. Ella lo sabía. Él también.

Ella acercó sus manos, guió las de él a su cuello y pronunció la súplica más peligrosa: “Hazlo lento… Estoy tan lista. Hazlo bien. Por favor, cariño.”

No había teatro en su rostro. No era una máscara erótica. Era la entrega absoluta, la rendición del cuerpo y del relato. En esos segundos, me recordó a ciertos pasajes de La Venus de las pieles de Leopold von Sacher-Masoch, donde la humillación y el placer se convierten en sinónimos, y la víctima es quien dicta el guion.

«Hay placeres que solo existen cuando ya no queda escapatoria». Esa frase me atravesó como un alfiler.

No es solo un juego físico. Es un pacto mental. La autodecepción es el contrato que ambos firman sin papel, convenciéndose de que son libres cuando en realidad han decidido perder desde el principio. Y lo más inquietante: lo disfrutan.

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Origen: She Said, If I Could Only Get You to Kill Me.

Recuerdo que, en la historia, su respiración se acompasaba no con miedo, sino con expectación. Esa es la clave. No es el acto en sí, sino la tensión de lo que está por llegar. Lo mismo pasa en la política, en la diplomacia, en el amor cotidiano: el peligro real no es el golpe, sino la espera.

En literatura, ese estado ha sido retratado mil veces. Pienso en El coleccionista de John Fowles, donde el secuestro es casi un romance retorcido, o en Carmen de Mérimée, donde el deseo de poseer conduce inevitablemente a la destrucción. Y en todos los casos, la autodecepción es el hilo invisible que cose cada escena.

“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)

Fuera de la cama, la autodecepción es más sutil, pero no menos letal. Nos decimos que controlamos nuestras adicciones, que podemos detenernos cuando queramos, que esa persona no nos afecta tanto… mientras seguimos dándole vueltas al anillo invisible que nos ata a ella. Es la misma lógica que alimenta un deseo prohibido: se sabe que quema, pero se mete la mano en el fuego.

Tal vez todos tenemos un rincón así. Un cuarto cerrado con llave al que solo entramos en sueños, o con alguien que sepa no encender la luz. En ese lugar, la autodecepción no es un error, sino un lujo. Es la droga que hace que el peligro sepa a casa.

Y ahí está la pregunta que todavía me persigue: ¿y si al final no tememos a la autodecepción porque nos destruye, sino porque nos seduce demasiado?

Originally posted 2025-08-13 07:03:00.

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